Precedida por la expectativa que alienta el ínterin entre temporadas y, especialmente, merced a la ritual aparición de Plácido Domingo sobre el escenario del Teatro Real, la institución madrileña acogía Thaïs, de Jules Massenet. Estrenada en París en 1894, la ópera se divide en tres actos que, transmutando ligeramente el esquema narrativo Paraíso / Caída / Redención -no únicamente se trata de un argumento concentrado en los dos últimos aspectos de la estructura mítica, sino que los aborda mediante un paralelismo inverso, revelando los remanentes irónicos de la trama original firmada por Anatole France-, exploran diferentes dimensiones de la relación amorosa.

Así, los protagonistas funcionan como arquetipos de lo carnal -Thaïs, una cortesana cuyos encantos son conocidos en toda Alejandría- y lo espiritual -Athanaël, un asceta consagrado a la cruzada de sublimar los placeres terrenos-, inscribiéndose en una trama recurrente, que intensifica la problemática existencial representada por ambos caracteres sin giros demasiado sorprendentes.

El éxito del acontecimiento, por tanto, se cifraba en el pulso mantenido entre la fantástica soprano albanesa Ermonela Jaho y el incombustible Plácido Domingo, cuya mera presencia sigue electrizando auditorios en cualquier sala del mundo -máxime si, igual que en esta ocasión, la coyuntura es hispanohablante-. Completaban el elenco, con no desdeñables papeles contrapuntísticos, Michele Angelini como Nicias, Jean Teitgen como Palémon y Elena Copons como Crobyle, sin desdoro de las labores de Lydia Vinyes-Curtis, Marifé Nogales, Sara Blanch y Cristian Díaz en los roles Myrtale, Albina, «La Charmeuse» y el sirviente respectivamente.

Con la orquesta sobre la tarima, al frente de la cual se encontró un enérgico Patrick Fournillier -experto en Massenet, se erigió, junto a la exhibición de Jaho, en lo más destacado de la velada-, dio comienzo el drama en su versión de concierto. Los números iniciales que preceden a la aparición de Thaïs se saldaron con corrección descendente, que solo en algunos momentos puntuales, como el primer aria de Athanaël, lograron elevar su vuelo. La situación, sin embargo, tomó un cariz muy diferenciado desde que la soprano inundó la escena, con un dominio más que notable del registro medio y particularmente encomiable en el squillo. La brillantez de Jaho no solo refulgió en solitario, sino también al alimón en los dúos con Domingo, quien, por su parte, siempre alcanzó en los números compartidos sus mejores intervenciones.

Contrastó la soltura y la dramatización de la albanesa con lo demostrado por el tenor español, muy pegado a la partitura y sin grandes alardes, aunque sacando adelante el exigente desempeño demandado por la voz de Athanaël. Las aparentemente menos trascendentes contribuciones de Nicias, Palémon, Crobyle, Myrtale y Albine lucieron, sin embargo, gracias a las virtudes de sus correspondientes intérpretes, donde es preciso hacer una mención al margen para la extraordinaria exégesis de Michele Angelini.

En el apartado orquestal, el entusiasmo y la pericia de Fournillier no fueron, con todo, suficientes para soslayar una preparación excesivamente apresurada, que se tradujo en numerosas imprecisiones de ataque y afinación, notas falsas y ausencia de empaste, particularmente acusada en los últimos atriles -una circunstancia que, dicho sea de paso, llegó a desquiciar en algunos pasajes al director francés-. En otra dimensión se situó el coro, que ayudó con su sólida y activa lectura a cubrir parte de las deficiencias evidenciadas por la Sinfónica de Madrid. A pesar de ello, sería injusto no reconocer ciertos logros, como, en general, la actuación de la madera y el fantástico solo de Vesselin Demirev -a la sazón concertino- en la célebre Meditación: la melodía se ejecutó en su justa medida de vibrato y tensión, aunque, por desgracia, no fue trazada con idéntico coturno en las sucesivas reminiscencias.

En definitiva, asistimos a una función no poco destemplada, que solo salvó el espectacular afán y derroche de Ermonela Jaho. Así lo constatamos en el cuadro final, "C’est toi, mon père", que clausuró el tercer acto con las lágrimas de la soprano, exhausta y absolutamente mimetizada con la suerte de su personaje. Por tanto, ni Athanaël ni Thäis: la verdadera redención fue la que Jaho proyectó sobre todos los demás. 

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