Aunque el aroma de la polémica sobre los lazos amarillos todavía se respiraba en la sala, la segunda función de la temporada del Real pudo discurrir por terrenos eminentemente artísticos. La Fura, una formación que nació de la polémica y maduró a través de una plástica calculada para epatar al burgués, pidió perdón por una insolencia fuera de lugar y las aguas volvieron a su cauce. Los creadores se acaban domesticando por completo.

Y es que las producciones de Àlex Ollé constituyen una apuesta segura para cualquier teatro que quiera ofrecer un espectáculo con hechuras de vanguardia artística sin provocar rechazo en ningún sector del respetable. Esta es la receta de la Fura: modernidad futurista para todos los públicos y vocación de calado dramático a través de una factura impecable.

Es la cuarta vez que Ollé visita el mito de Fausto. En esta ocasión la reflexión sobre la vejez y la muerte se actualiza para adquirir tintes de posthumanismo: la creación de conciencia artificial, el alma y la máquina. Una premisa que enlaza con interesantes meditaciones contemporáneas, desde la Singularity University a la popular serie Westworld que, por cierto, pareciera haberse inspirado en esta producción del 2014 para algunas de sus escenas. Tiene interés, pero acaba desdibujándose en una trama con más ideas que desarrollos, de apuntes seductores e inquietantes que, en el transcurrir de los actos, nos deja con cierta sensación de oportunidad perdida. Eso sí, nos encontramos frente a un gran recreo visual con estampas poderosas y a veces sobrecogedoras: el cuadro en el interior de la iglesia, el banquete de reinas y los bancos de cuerpos. Como siempre, su uso de la iluminación es magnífico, y su lenguaje escénico -poblado por cableados, estructuras mecánicas y unas videoproyecciones que expanden el escenario- no pierde vigencia. Funciona además como firma reconocible de una de las mejores marcas actuales de producción operística.

En el aspecto vocal destacan sobre todo sus protagonistas masculinos. Ismael Jordi construye un Fausto creíble y polifacético en cada fase de su viaje vital; desde la contrariedad y severidad en su escena inicial hasta la candidez de su enamoramiento expresado con sensibilidad y buen gusto en la cavatina del tercer acto. Es la suya una voz sana, enérgica, capaz de llegar al do sobreagudo sin demasiadas complicaciones, para volver a unas medias voces cuidadamente proyectadas. Erwin Schrott, sin embargo, tiró de músculo vocal en cada aparición. Su Mefistófeles no maquina en las sombras, sino que irrumpe como protagonista en la trama. El caudal es voluminoso, la dicción descarada y el color hermoso. Aunque le faltaran matices vocales, se llevó con razón los mayores aplausos del público.

La Margarita de Irina Lungu resultó distante y por momentos ausente. Jugó todas sus bazas al agudo, en notas largas y en forte, pero se necesita mucho más para el papel. El “Rey de Thule” requiere un centro y un tercio bajo sólidos que no aparecieron, a su “Aria de las joyas” le faltaron agilidad y chispa. Siébel es un papel empático y agradecido que Annalisa Stroppa defendió con solvencia a través de una emisión pura y su bello color de mezzo canónica. El Valentin de John Chest estuvo carismático y pasional, aunque con una persistente tendencia a entubar la emisión.

Un coro en buen estado resolvió la triple tarea de resultar angelical, severo o ruidosamente banal según requiriera la escena. En el foso, Dan Ettinger, decidió potenciar la monumentalidad de la partitura a base de decibelios y pareció olvidar la riqueza de los detalles, llegando en ocasiones a tapar a los cantantes en sus instantes más íntimos y reflexivos; algo que también afectó a capacidad redentora de esta poderosa producción.

***11